Segunda parte del Lazarillo. Amberes, 1555: un relato de poco alcance.



Que el Lazarillo de 1555 supone un retroceso artístico con respecto a su antecesor de 1554 es indiscutible. La Segunda parte anónima, de Amberes, fue desde su aparición un texto incómodo y de menos logros literarios que su modelo original. Así lo advirtió dieciocho años después de su publicación su primer sancionador, López de Velasco, en el proemio que dedicó “al lector” en su expurgado de 1573, editado junto a la Propalladia de Torres Naharro, donde advierte que se le quitó toda la Segunda parte porque era muy impertinente y desgraciada. Sesenta y cinco años después, Juan de Luna, autor de la Segunda parte del Lazarillo de 1620 apuntaba que estaba llena de disparates, ridículos y necios. El nuevo rumbo que el autor antuerpiense había decidido para el pobre pícaro, transformándolo en atún, buceando por las profundidades abismales, siguiendo los relatos de transformaciones no cayó en gracia ni a los lectores ni a los estudiosos dificultando su difusión editorial. De ahí, que durante muchos años la crítica más especializada denostara la novelita y la arrinconara al menosprecio más farragoso. No se rastrean los primeros atisbos favorables hasta veinte años después de la mano de Juan Pineda en sus Diálogos (1578-1580), donde apunta el críptico trasfondo del texto de Amberes y su posible lectura en clave. Esta interpretación más allá de la fútil lectura llevó a una parte de la crítica siglos después a evaluar la novelita no por sus valores literarios – que no los tiene-, sino por su trama fantasiosa y enigmática, además de señalar una serie de claves con el objetivo de facilitar la interpretación y comprensión de la misma.
El enfoque pues viró trescientos sesenta grados cuando algunos investigadores  depositaron sus esfuerzos en resolver el misterio que la novelita escondía bajo el relato de metamorfosis. Llevados por la sugestión de las posibles interpretaciones, que la pequeña obra cifrada ofrecía, se mostraron más indulgentes apuntando argumentos favorables. Fue el caso de E. Zwez o Rosa Navarro Durán que vieron en el texto una crítica a determinados defectos de la época; el abuso de poder del Emperador Carlos V, que gobernó levantando suspicacias; la corrupción militar y cortesana por un lado, la nefasta gestión económica de su gobierno, y las constantes celebraciones suntuosas fueron algunos de los males endémicos de su reinado, y que el autor denuncia bajo anonimato y con un texto encriptado. Otros estudiosos como Máximo Saludo interpretaron en la secuela una crítica a la rendición de Trípoli ocurrida el 14 de agosto de 1555, mientras que primeras espadas como Gonzalo Sobejano o Cossío destacaron el interés que debió despertar la novelita entre los lectores coetáneos cuando fue digna de acompañar en varias ediciones al Lazarillo original y considerar los episodios finales de ingeniosos.
No cabe duda que el autor anónimo de la Segunda parte elaboró un texto a partir varios estímulos literarios del Quinientos, situados a la vanguardia de la creación narrativa donde las influencias de Apuleyo, Luciano y los relatos de transformaciones experimentan una esplendorosa revivificación.  Así se constata en obras como El Crotalón, El diálogo de las transformaciones, El viaje a Turquía, El Bardo o El Lazarillo de 1554, en los que las huellas del Asinus, o Lucio o el Asno asfaltaron el camino para la sátira social y antiescolástica e introdujeron otros elementos como el relato autobiográfico de un individuo socialmente marginado cuya vida anodina se pinta a través de trazos costumbristas y lenguaje cotidiano. De estas fuentes bebe el autor antuerpiense para la elaboración de su Continuación desechando, sin embargo, la estructura y el punto de vista  que le ofrecía su modelo primigenio, adecuándolo al esquema quimérico del relato de transformaciones con lejanas reminiscencias de la Historia verdadera de Samosata, donde se inicia como novela de costumbres y acaba como novela submarina. Así pues, los textos clásicos, fuente indiscutible de inspiración, pero también otros modelos de la literatura folclórico-popular. Encontramos vestigios de la Silva de varia lección de Pedro Mejía en la idea del hombre-pez, y refranes y expresiones de La Celestina de Fernando de Rojas y de La Segunda comedia de Celestina de Fernando de Silva –por citar dos-, que se reproducen casi fielmente y que demuestran que el autor o bien escribía con los textos delante o tenía muy buena memoria. En estas coordenadas los escritores del momento y el anónimo autor de la Segunda parte aportaron su visión personal del mundo contemporáneo sin transgredir el canon de la imitatio. La lectura de los primeros capítulos de la Continuación de 1555 es muestra de ello; por un lado, el personaje, el título, el primer capítulo –el de los tudescos-, y parte del segundo obedecen carácter realista de su antecesor (además de algunos personajes secundarios y elementos como el vino que funcionan como engarces con su modelo). Lo que sigue, el relato fantástico que comprende el setenta y cinco por ciento de la obra, corrobora la heterogeneidad del texto. Y es en esta simbiosis de ambas raigambres donde radica la verdadera influencia del espíritu satírico de Samosata, que se difundió por Europa a través de los escritos de Erasmo.  
En definitiva, el autor de la Segunda parte demuestra ser un buen lector pero un escritor menor y sin voluntad estilística porque sus intereses son otros. A través del relato fantástico  heterogéneo y enigmático consigue acercar al lector a una realidad bajo claves velada, y que sus contemporáneos debieron interpretar a tenor de la suerte que tanto el original como su continuación sufrieron al aparecer en el Cathalogus de 1559 del inquisidor Valdés. 







InVictus


Comentaba Octavio Paz que los grandes libros eran aquelloss libros necesarios que lograban responder a las preguntas que, oscuramente y sin formularlas del todo, se hace el resto de los hombres. Esos libros, río de caudal nutrido, reflejo y guías de toda sociedad y que por alguna razón inexplicable – en ocasiones-, le salvan a uno la vida parecen evaporarse día tras día ante su escaso consumo y diluirse en el  enmarañado tsunami literario. Darse a las letras, a las buenas letras -se entiende- , es a día de hoy para una gran mayoría un lance quijotesco, una contienda latosa y baldía. Los tiempos marcan nuevos horizontes y las inquietudes sociales son otras constatando que ni los libros más accesibles y cómodos alcanzan un número de lectores atractivo. Esta cruda realidad confirma algunos vaticinios sobre el futuro de la literatura nada optimistas; se espera prolífica, sí, pero también light, fugaz y carente de savia intelectual siguiendo el dictamen de la inapetencia literaria de las nuevas generaciones. En esta encrucijada de mar de abundancia y océano insustancial, incurre en el panorama editorial un tipo de literatura que no siendo lo uno (necesaria) ni tampoco lo otro (light), ejerce una fuerza destinada a alcanzar a todo tipo de receptores. En esa zona intermedia, en ese punto fronterizo se confina Victus de Sánchez Piñol (Barcelona 1969). Victus es un regalo. Una singular aportación al panorama literario actual; una novela espléndida, sugerente y bien escrita. Un huracán épico que arranca con nervio y vigor desde la primera página hasta la última; un vendaval de aire fresco, un gaudeamus literario e histórico aderezado con dosis de humor y carga emotiva, que configuran un texto altamente efectivo. La maestría de Piñol consiste en que el material narrativo, la poliorcética, el arte de asediar y fortificar ciudades que a priori puede resultar denso para el lector poco versado, resulta novelable y atractivo, dejándolo gratamente complacido. La ingeniera militar pues, tema dilecto de Piñol que ya desarrolló en sus novelas anteriores, le da ahora el marco para pintar un lienzo ambientado en la Guerra de Sucesión española que enfrentó a las dos coronas de Francia y España contra los aliados austracistas. El autor antropólogo de profesión, y autor de  guiones, ensayos, artículos y novelas como La piel fría (2002) y Pandora en el Congo (2005), con las que obtuvo el reconocimiento de la crítica y el público, nos sorprende esta vez con un registro totalmente diferente, el de la novela histórica. Victus narra la vida de su héroe Martí Zuviría desde su formación como ingeniero en los dominios del marqués de Vauban en la Borgoña francesa, hasta sus peripecias en territorio español trabajando para los dos bandos enfrentados durante conflicto bélico. El autor construye un relato que nos hace vivir la contienda en la primera línea y desde abajo. La mirada es la del pueblo catalán que resistió durante trece meses el asedio brutal y desproporcionado de las tropas de Felipe V, que bombardearon despiadadamente Barcelona con más de treinta mil proyectiles hasta su caída el 11 de septiembre de 1714. El relato sin embargo, lejos de caer en las vindicaciones políticas del pasado y en el morbo gratuito, resuelve el conflicto moral responsabilizando a los dirigentes y las clases políticas de ambos bandos, y destacando como verdaderos héroes a la guarnición no profesional, la de los civiles, que como escudos humanos comandados por el auténtico héroe de la resistencia catalana, el general castellano don Antonio Villarroel, lograron resistir el apocalíptico asalto durante un año.
El relato narrado en primera persona por su protagonista Martí Zurivia (Piernaslargas) a modo de memorias dictadas, nos sorprende por el habla coloquial, desenfadada e irónica más propia de actualidad que de finales del XVIII. Encontramos vocablos anacrónicos: “tronco”, “mariposón”; expresiones y comentarios sarcásticos: “viejo chocho”; “El único debate es saber si para sus súbditos es mejor que los gobierne un tonto del culo o un hijo de puta”; “La dignidad de un pueblo no se compra, pero llegaron a repartir dinero. Viva Carlos III mientras haya dinero”; “Los felpudos rojos eran demasiado civilizados. ¡El mundo nos iba a cortar el cuello y ellos preocupados por empolvarse la peluca!”. Recursos lingüísticos que le sirven al autor para acercar al lector a un escenario colmado de datos históricos rigurosamente documentados, donde todas las operaciones militares, los hechos y las escaramuzas sucedieron, y en las que Piñol consigue adentrarnos cómodamente.
Cabe señalar también la maestría con la que Piñol mezcla de personajes históricos con los de ficción. Personajes reales como el brillante ingeniero, el marqués de Vauban, el propio Martí Zuviría que sirvió al gran general Villarroel, o el cuestionado Rafael de Casanova, conviven en armonía con otros personajes apicarados como el pequeño Anfant, el enano Nan, o la meretriz Amelis conformando un perfecto maridaje donde los verdaderos  parecen salidos del  imaginario del autor y los ficticios, tan sólidos y emocionantes, de la vida misma.
Pero si algo destaca en Victus es su estilo. Sánchez Piñol se las ingenia para seducir al lector con una escritura natural, honesta, directa y desatada que hace avanzar la lectura de forma ágil y sencilla creando un relato adictivo trufado de elementos sugestivos:

“Si el hombre es el único ser que posee una mente geométrica y racional, ¿por qué los indefensos combaten al poderoso y bien armado? ¿Por qué los pocos se oponen a los muchos y los pequeños resisten a los grandes? Yo lo sé. Por una palabra”. (13).

Más adelante:

“Lo que digo: la guerra es el fuego que hace hervir la olla, impulsa el vapor atávico y levanta esa ligera, insegura tapa llamada civilización. Rosseau tenía razón: lo salvaje no está fuera, sino debajo; el salvaje no se halla en las latitudes exóticas, sino en nuestro interior más recóndito. Den una excusa a ese salvaje, a ese mal salvaje, y saldrá a la luz, derrumbando lo civilizado como una bala de cañón un tabique” (410).

El estilo trepidante y salpicado de humor despierta y excita el interés del lector desde la primera página hasta el final. El lenguaje limpio sin excesos innecesarios ni pirotecnia gongorina se ajusta a su prosa pragmática y despreocupada:

Me iban a matar, No, peor; codos y rodillas me transportaban hacia una negrura más infeliz que la muerte. Y todo por un viejo encorvado, un enano deforme, un niño cafre y una puta morena. Ya que los poetas no se atreven lo diré yo. El amor es una mierda (492).


En definitiva, Victus es una excelente novela, enérgicamente escrita, exquisitamente ambientada, con un ritmo narrativo ágil y fuerza estilística, que no deja indiferente. Si deciden leer Victus háganlo sin prejuicios políticos ni partidistas y saboreen sus valores literarios que los tiene. Les garantizo momentos divertidos, con carcajada incluida pero también episodios conmovedores, emotivos y ásperos, todos ellos ataviados con un vasto conocimiento sobre ingeniería militar que fascina. Victus es una perspicaz fusión de componentes que avivan el relato página tras página hacia el final, dando la satisfacción a lector de haber dedicado su tiempo –que siempre es valioso- a un libro que merece la pena. Lean bajo esta luz la novela ¡Entréguense a Victus! No les defraudará. 

ENTRADA DESTACADA

Segunda parte del Lazarillo. Amberes, 1555: un relato de poco alcance.

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