El Quijote: la esfinge impenetrable (1)
Recordaba Ana María Matute con
motivo del premio Cervantes con el que fue
galardonada en 2011, que leyó el Quijote
por primera vez cuando apenas contaba con
catorce años. En aquella ocasión: “Me aburrí muchísimo. No entendí nada”. Más tarde, con veinte, volvió a
leerlo. Había madurado y la novela parecía otra: “Me enamoró. Fue la primera
vez que lloré leyendo un libro. Y no sólo porque muere don Quijote, también por
lo que se moría con él. Esa muerte trae consigo un desencanto”[1]. La
escritora proyectaba en este sucinto trazo su personal mirada sobre el libro
más editado del mundo después de la Biblia, y obra cumbre de la literatura
española. Y decimos particular mirada porque a lo largo de los siglos, críticos
y lectores de diferente raigambre y diferentes épocas han manifestado su
interpretación de la obra cervantina, constatando unánimemente que el Quijote es y será siempre un libro de
alcance universal, patrimonio de la humanidad. Y es que desde su aparición en
1605, la obra magna del Manco de Lepanto suscitó las más controvertidas y contradictorias
interpretaciones -y que a día de hoy-, siguen siendo un lance abierto. Se ha
hablado de sus simbolismos, de sus moralidades, de sus enseñanzas y de sus
significaciones a placer sin que nadie pueda ni se atreva a aseverar una única
lectura definitiva y perentoria. Como muy bien señaló el gran polígrafo santanderino,
Menéndez Pelayo, todos aquellos que se acercan al Quijote deben intentar explorar del mejor modo que Dios le dé a
entender aquella oculta región, que acaso lo fue para el autor mismo. Y que
todas las interpretaciones, aún las que parezcan muy descabelladas, son tributo
y homenaje a la gloria de Cervantes. Así pues, acercarse al Quijote es mucho más que leer una novela
de ficción, con sus chanzas, burlas, su crítica social y su parodia, es
adentrarse en un mundo que lejos de lo que pueda parecer -por distante-, se nos
es muy cercano. Imbuirse en el Quijote
es persuadirse a uno mismo, como persona, como individuo y como ciudadano de un
tiempo y de una época determinados; es descubrir una tradición viva y su
especial idiosincrasia; es acercarse al pensamiento de una tradición –la
española-, carente de escuelas filosóficas.
Desde su publicación en 1606 el
Quijote cosechó un éxito indiscutible. Así se constata por las siete ediciones
realizadas en un año y el interés de los traductores extranjeros. Sin embargo,
mientras el público lector había sentenciado su favorable veredicto, una
depauperada y malhadada crítica denostaba la novela a la indiferencia más
letal. Contadas plumas de potente calibre como las de Quevedo y Gracián
reconocían en la obra magna sus ingeniosas y singulares invenciones y su
indiscutible aportación prestigiadora al género en prosa. Así pues, ávidos lectores gozaron con el
curiosísimo libro de Cervantes; se rieron con sus ataques a los libros de
caballerías, sus inquinas a determinadas personas; pero también se indignaron ante las costumbres
y vicios que Cervantes exponía a mofa y crítica general.
En el siglo de los intelectuales
ilustrados la obra de “entretenimiento” sufre un golpe certero. Aquellos más
preocupados por restituir el “buen gusto” en el teatro y en la poesía omiten mencionar a Cervantes y a su Quijote en Las Glorias de España (1730) del padre Feijoo. Será Mayans y Siscar
en Su Vida de Miguel de Cervantes
Saavedra, escrita para la lujosa edición del Quijote (Londres, J y R Tonson, 1738, 4 vols.), quien reconozca,
por un lado, la superioridad de la segunda parte sobre la primera, y por otro,
la oceánica sátira cervantina, más allá de la invectiva contra los libros de
caballerías. Una nueva veda valorativa se inicia tanto en el campo filológico e
histórico, donde prestigiosos estudiosos consensuan criterios y propósitos
sobre obra magna. Vicente de los Ríos, Juan Antonio Pellicer y José Quintana
encomian la originalidad y el mérito de Cervantes, mientras que Pedro Gatell asentará
la universalidad de la obra y de su protagonista; espejo y reflejo de todos los
hombres, de toda la humanidad en sus más diversas manifestaciones.
El fervor por el Quijote arroga notas muy altas durante
el siglo XIX con representaciones de éxito apabullante como Don Quijote en Sierra Morena de Ventura
Vega en 1832, donde reflejan el “endiosamiento” por el genial autor. También la
elogiosa reseña de Larra en La revista
española es un claro testimonio de la nueva concepción romántica de la
obra. Los escritores y cervantistas comparan a Cervantes con Ariosto, Rabelais,
pero sobre todo con Shakespeare; atribuyen y resaltan de la obra el carácter
sublime y simbólico de su protagonista, donde pasa a ser el héroe ejemplar y
divinizante. Pero la admiración y lástima que sintieron los primeros lectores
del Quijote hacia su protagonista, se
torna en amor y llanto en el XIX. La burla descarnada hacia el caballero de la
triste figura se siente ahora con congoja infinita. Lo que aflige ahora no es
la ironía a un caballero, pasado de vueltas -si se nos permite la expresión-, y
tampoco la sátira al falso género, sino la chanza a todo noble ideal y
entusiasmo humano. El Quijote pasaba
de ser el libro más ameno y divertido para convertirse en el siglo XIX en el
más triste y demoledor hasta el momento escrito.
Las múltiples interpretaciones y
manifestaciones que el Quijote
provocaba según cumplía años, desencadenó que primeras espadas de la Restauración
como Díaz Benjumea defendieran la idea de que la obra encerraba en sí un gran
misterio. Años después los regeneracionistas, también atraídos por su
indiscutible fascinación, deciden desde sus ideologías adentrarse en las
entrañas de la Esfinge. Azorín, Maeztu, Ortega y Gasset, Ramón y Cajal, Juan de
Valera, Menéndez Pelayo, Unamuno etc… abrumados por el desastre 98 y con motivo
del tercer Centenario del Quijote, convierten
a Don Quijote en el mito de nuestra modernidad e instrumentalizan el texto para
interpretar ideológicamente su presente.
En los albores del XXI, el misterio del Quijote sigue vigente y sin descifrar. La crítica más especializada
sigue publicando sus dilucidaciones, dejando el reto interpretativo abierto a generaciones venideras.
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