Reseñas

Eugenia Fosalba (estudio y notas), El Abencerraje, edición, Madrid, Real Academia Española (Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, 33), 2017, 353 pp.


La Biblioteca Clásica de la Real Academia cuenta con otro exquisito título en su excelente y célebre colección: El Abencerraje, una cautivadora novelita de mitad del siglo XVI, de prosa ágil y emotiva con visión humanista, considerada el mejor exponente de la narración morisca. Esta edición, al cuidado de Eugenia Fosalba, es digna de todo elogio: su propuesta ofrece respuestas muy decisivas a las lagunas que siempre han acompañado al texto en su trayectoria crítica: ¿quién es el autor de la Crónica?, ¿cuál es la evolución textual de las diferentes versiones?, y/o ¿fue Montemayor quién firmó la versión inserta en la Diana? La aportación de Fosalba es, en este sentido, con todas las observaciones que se quieran, un adelanto indiscutible en los desafíos planteados, y constituye un aporte fundamental en la historia literaria del texto.
La edición presenta las tres versiones distintas del Abencerraje en un único volumen; un feliz acierto que permite al lector consultar y valorar por sí mismo las cualidades de cada una, porque, aunque parecidas –nos dice la editora- «se percibe en cada una de ellas la impronta de sensibilidades artísticas distintas, que reescriben según un criterio estilístico dispar esa tela de Penélope en que terminó convirtiéndose el Abencerraje» (p.83).
Abre el telón el texto de las tres versiones para su lectura inmediata. Sigue un nutrido estudio de casi 180 páginas al que Fosalba se ha implicado intensamente, como así se desprende de su dominio sobre la materia en las cuestiones más importantes y novedosas del Abencerraje. La monografía se ha estructurado en siete epígrafes, que revisan las versiones, las autorías, el trasfondo histórico, las fuentes, la fortuna del texto y la edición.
En un primer apartado –La tela de Penélope-, la editora nos presenta brevemente las singularidades de las tres ediciones. La versión más antigua, conocida como Crónica (Crónica del ínclito infante don Fernando), es la que más se aproxima al texto original, de carácter oral, escrita no antes de 1548 «porque el contrato  matrimonial entre Dembún y doña Blanca de Sesé data de ese mismo año, antes del cual no podían haber nacido los amados sucesores a  que aluden los preliminares » (p. 187). Nos han llegado dos ejemplares del mismo año (Cuenca y Toledo, 1561) en un formato -semejante a los pliegos sueltos-, que ha dificultado su resistencia al paso del tiempo. Los testimonios están seccionados, afortunadamente, en diferentes páginas, por lo que se complementan. Esta versión, muy desdeñada por la crítica (obra de un «baturro desmañado» en palabras de Bataillon), dejó un espacio crítico muy útil que la editora ha aprovechado con una edición crítica anotada y justificada dentro de las coordenadas interpretativas modernas, y constituye otro de los mayores atractivos de esta edición. Respecto a la segunda versión, esta apareció en el Inventario de Antonio de Villegas, una miscelánea de varias piezas que el autor fue recopilando a lo largo de tres lustros, pero que no vio publicado hasta 1565, en Medina del Campo, cuya licencia de impresión data de 1551. Es la más lograda de las versiones y la que ha gozado del beneplácito de la crítica «dada su pulcritud y austeridad lingüísticas». La tercera versiónla más leída y difundida, es la que se insertó al final del libro IV de la Diana de Montemayor, en una edición vallisoletana que se acabó de imprimir en enero de 1562, el mismo año de la muerte del escritor portugués. Es la versión más alejada del texto original con más licencias, y «constituye una bella recreación que amplía la faceta psicológica y sentimental del relato, al tiempo que musicaliza es estilo neutro de las versiones anteriores» (p.85).
Tras este breve repaso, se dedica un capítulo -Autorías de las tres versiones- al espinoso problema de la identidad del autor de la Crónica. En este frente, la editora muestra especial entusiasmo en atribuir la versión más primitiva del Abencerraje a Jerónimo Jiménez de Urrea, hombre de temperamento humanista, militar y escritor, responsable de la famosa traducción del Orlando furioso y la Arcadia. Las valiosas apreciaciones de Soledad Carrasco sobre el ambiente cultural de Épila desempolvaron la figura de este «interesantísimo personaje» que tuvo un papel muy destacado en esa zona aragonesa junto a Garcilaso, Gutierre de Cetina y el duque de Sessa. A partir de la pesquisa de S.Carrasco, se reconstruye una breve, pero certera biografía del escritor, que relaciona al personaje con el texto, y permite considerar, aunque no de manera definitiva ni perentoria, la candidatura del escritor aragonés como plausible. Jiménez de Urrea, hijo ilegítimo y huérfano del Vizconde Biota, se crió bajo la protección de los señores de Épila, de donde era oriundo, Jerónimo Jiménez Dembún, señor de Bárboles y Oitura, a quien va dirigido el Abencerraje más antiguo. Los datos exhumados vincularían a Dembún y su esposa (Doña Blanca Sesé, también aludida en la dedicatoria del Abencerraje) con Jerónimo Jiménez de Urrea, porque el autor aragonés estaba emparentado con Pedro Manuel, hermano del segundo conde Aranda, y esposo de la tía carnal de doña Blanca, a quien dedicó las octavas añadidas a la traducción del Orlando. El lazo familiar habría propiciado, por consejo de doña Blanca a su esposo, una obra de encargo como el Abencerraje que se ajustara a las necesidades de las circunstancias convulsas de Aragón a finales de los años 50. Según parece, Dembún destacó por su intensa actividad política a favor de la convivencia pacífica entre moros y cristianos, y en contra de los avances del Santo Oficio, y que lo relacionarían «con los ideales que respira el Abencerraje» (p.86). Otro dato que conviene retener es la larga estancia de Urrea en Italia, desde 1536 hasta 1547, donde participó en distintas campañas militares junto a Garcilaso y Guillén, hijo de Hugo de Moncada, y que favoreció en un proceso de formación el conocimiento de la lengua vernácula italiana, aspecto que comparte con el autor de la novelita como se desprende de los datos que van aflorando a su lectura. Es más, su permanencia en el extranjero pudo favorecer que perdiera el control de un opúsculo como El Abencerraje», y habría propiciado «que la obra se plagiara y remozara sin obstáculos aparentes al menos por dos autores más, rivales entre sí, deseosos de ser aceptados en la corte española: Antonio de Villegas y Jorge de Montemayor» (p.99). La editora remata su hipótesis con el cotejo de dos obras de Jerónimo Jiménez de Urrea (Don Clarisel de las flores y el Diálogo de la verdadera honra militar) con El Abencerraje, que registran reminiscencias y puntos de contacto. Las escaramuzas, las descripciones de ropajes, el ambiente neoplatónico que irradian algunos poemas de Don Clarisel, etc., evocarían «la prosa en tantos momentos poética del Abencerraje» (p.89); luego, los discursos sobre la virtud y la nobleza, la ausencia del espíritu combativo, la tolerancia racial y religiosa, la compasión con el derrotado, la actitud dialogante, la amistad y la debilidad emocional del personaje del Diálogo, etc., son pragmáticos comportamientos que asoman también en la Crónica. Un último dato oportuno: no hay noticia alguna de Urrea desde 1557 hasta 1560, vacío que coincide con la probable fecha de composición del Abencerraje más primitivo.
No menos interesante es la sólida defensa de atribución a Jorge Montemayor el Abencerraje pastoril (tesis defendida por la editora en trabajos anteriores, y consensuada a día de hoy por la mayor parte de la crítica). En esta edición se perfecciona la hipótesis con una pormenorizada demostración que revela las afinidades estilísticas existentes entre la Diana y el Abencerraje pastoril en un apartado riguroso y paciente (capítulo 5), que avanzo aquí por la conveniencia del asunto. Los usos compartidos entre ambos textos son las perífrasis, los adverbios intensificadores, los superlativos, las locuciones de engarce, los verbos, algún lusismo, las estampas parecidas, las lecturas literalmente idénticas, etc. Concomitancias que señalarían, de manera indubitable, que detrás de la Diana y la versión pastoril está la pluma de Montemayor. Se afina más la hipótesis con tres lúcidas reflexiones que avalarían la candidatura:
1-        La mayoría de las oraciones en la Diana son negativas; uso notable que se incrementa en el Abencerraje pastoril. Característica obviada por la crítica más solvente que la editora no duda en reprobar.
2-        La aparición en la Diana de otro relato inédito junto al Abencerraje, esto es, la Historia de los muy constantes e infelices amores de Píramo y Tisbe, de cuya autoría nadie duda.
3- Las palabras de Lope de Vega en la dedicatoria de El remedio en la desdicha «Escribió la historia de Jarifa y Abindarráez, Montemayor, autor de la Diana, aficionado a nuestra lengua, con ser tan tierna la suya…». (p.234).  
Cierra el capítulo las afrentas literarias entre Montemayor, Urrea y Villegas. El escritor portugués habría menospreciado el trabajo tanto de Urrea como de Villegas, y este último se habría burlado de la obra de Montemayor. La animadversión profesional explicaría por qué la versión del medinense, publicada cuatro años después de la Diana, no registra ningún tipo de contaminación del texto del lusitano «Es impensable que Villegas cotejara (para utilizarlas como testimonio base) la versión de Montemayor al escribir la suya […] El texto que edita Villegas en su Inventario jamás se contamina con las muy abundantes amplificaciones de la versión de la Diana. Y las puntuales contaminaciones que hay en otros pasajes no son fruto de la voluntad estilística del autor que escoge entre dos modelos al compararlos, sino que obedecen a la existencia de un subarquetipo que se sitúa entre la Crónica y el Inventario» (p.120).
Otro de los problemas irresolubles hasta el momento del Abencerraje tiene que ver con el mito que se creó alrededor de la casta de los Abencerrajes, y su supuesto «fondo de verdad»En el capítulo tercero -Trasfondo histórico del Abencerraje-, la editora se plantea si el linaje granadino fue tan heroico como lo describen las crónicas, los romances y las Guerras Civiles de Hita; y si la matanza de Abencerrajes a que alude el cuento tiene el mínimo asidero en la realidad. El dilema no parece tener pronta resolución a falta de fuentes fiables sobre el siglo XV granadino; las últimas aportaciones indicarían que algunos personajes considerados históricos como Muhanmad X el cojo y Ali-Al-Amin han sido fabulaciones de cronistas, desmoronando buena parte de la historia de la leyenda de esta estirpe. La editora repasa los textos pseudohistóricos que actuaron como posibles fuentes de este «delicado relato» y constata que en algunos romances como «Paseábase el rey moro» y «Junto al vado de Genil» se adivinan destellos de la obrita; y entre las crónicas castellanas, los Hechos del condestable don Miguel Lucas Iranzo y la Relación de algunos sucesos de los últimos tiempos del reino de Granada de Hernando de Baeza habrían dejado la semilla de la leyenda de la decapitación de los Abencerrajes en el Patio de los Leones de la Alhambra. La turbia y escasa documentación hace difícil saber «cuál pudo ser el núcleo primitivo que dio origen al relato tal y como se lee en las versiones que han llegado a nosotros […] lo único que podemos afirmar con certeza  es que el Abencerraje se escribió por los años en que se publicaron las primeras grandes antologías  de romances, y después fecundó no solo la novela histórica –con sus famosas interpolaciones poéticas, dando comienzo con las Guerras civiles de Hita-, sino que también tuvo enorme fortuna en el romancero nuevo» (p.136). Concluye el epígrafe con las fuentes literarias que sirvieron de inspiración al autor del Abencerraje. Se constatan tradiciones literarias de diferente raigambre en la paleta de colores de este lienzo amoroso que es El Abencerraje. Afloran en sus páginas ecos de romances fronterizos, crónicas y lances caballerescos, aderezados con finos conocimientos de la literatura vernácula italiana. Se filtran escenas de la práctica sentimental renacentista italiana de la Fiammeta y el Filocolo, de Boccaccio, refinados con matices de Sannazaro y la dulzura de Garcilaso.
En el siguiente capítulo –Impacto de la novela morisca en Europa-, se reflexiona sobre el alcance, las imitaciones y la maurofilia que suscitó del Abencerraje en la literatura europea. En España, algunos romances de cancioneros dispersos (1570-1583) se inspiraron en los protagonistas del cuento, pero no es hasta 1595 cuando Ginés Pérez de Hita escribe la novela pseudohistórica las Guerras Civiles de Granada, primer intento serio que amplia y recrea el relato de Abindarráez y la hermosa Jarifa; una extensa narración -armada a base de textos históricos, romances fronterizos y moriscos llenos de fantasías-, donde se dilata hasta la extenuación la factura amorosa. Fuera de nuestras fronteras, en Francia, el cuento se dio a conocer gracias al éxito de la Diana de Montemayor en la edición Vallisoletana que tuvo una ferviente acogida. Consta que las Guerras Civiles de Granada se tradujeron también, en 1608 (dos años después de su publicación en tierras galas), desatando una atracción por la narrativa de tema moro como se ve en la proliferación en el imaginario francés de caballeros nazaríes. A partir de los paradigmas españoles, vieron la luz: Almahide de Scúdery, Zaïde y la Princesse de Clèves, de  Madame de La Fayette. Por el contrario, en Inglaterra y en Italia el tema morisco apenas arraigó; el italiano Balbi Corregio vertió en verso la novelita en 1593, y en la Duocento novelle (1609) aparece la Liberità grande usata ad un moro da Federico Narváez. En dominios ingleses, John Dryden llevó a las tablas The conquest of Granada by the spaniards, en 1670, y un siglo y medio después, en 1828,  Irving rescata el tema de los últimos años de Granada en su Chronide of the Conquest of Granada.
Muy valiosas son las páginas dedicadas a la Historia del texto. Es un capítulo abigarrado de contrastes textuales, largamente meditado, pero lejos de leerse latoso es sumamente amable con el lector por su claridad expositiva. En él se disipan las dudas sobre la precedencia de los dos testimonios de la Crónica, aparecidos el mismo año. Todo parece indicar que proceden de un arquetipo que debió circular manuscrito por los errores que ambos ejemplares comparten. Un pasaje deturpado del testimonio de Cuenca, por error del copista, pudo enmendarse tras cotejarse con el testimonio de Toledo (descubierto, en 1957, por Romeau), detalle que indicaría que la Crónica toledana es anterior a la de Cuenca. Sigue el capítulo con el escrutinio de las tres versiones; en un depurado análisis, Fosalba señala las variantes más representativas de la evolución estilística del texto para catar sus méritos respectivos, y establecer un orden cronológico de las versiones. Tras el contraste, se llega a conclusiones muy significativas:
1-La Crónica es anterior a las otras dos versiones. Teoría esbozada anteriormente por K. Whinnom, quien enmendó el error de enfoque de la crítica textual del Abencerraje, que hasta entonces había incorrectamente considerado la versión de la Crónica posterior a la versión del Inventario. La editora supera la conjetura del crítico inglés con aportaciones inéditas que ponen más claramente al descubierto la intervención por parte de Villegas en ese arquetipo cercano a la Crónica del que él mismo hubo de partir para la edición. Los indicios irrefutables de la anterioridad de la Crónica respecto a D serían las notas eróticas y las palabras malsonantes incluidas en algunos pasajes de C que se tijeretean en  I  y en D. Se observa en el fragmento en que Abindarráez revela al capitán cristiano el grado de adoración que profesa a Jarifa. En C se lee: «Todo mi pensamiento era en ella, tanto, que muchas veces lo levantaba a entender cuál había sido su hacedor para adorarle por supremo bien (p.21); I retoca y poda: «todo mi pensamiento era ella» (p.46); y la Diana, sencillamente, lo elimina. Los sucesos en exceso cronísticos y los rasgos de oralidad de la Crónica (reiteraciones de vocablos, errores de concordancia, desajustes sintácticos, frases a la deriva, improvisaciones, vulgarismos, aragonesismos, arcaísmos, abuso de la conjunción copulativa, etc.), son aspectos que se corrigen en las ediciones que vienen detrás en un claro proceso de estilización. escribe: «en la cinta traía una hermosa cimitarra y traía una adarga grande» (p.11); lee: «Traía una darga y una citimarra» (p.40), y reelabora: Traía una adarga en el brazo izquierdo, muy grande, y en la derecha mano» (p.62). Otro ejemplo señalado por la editora es cuando Abindarráez empieza a sentir la ausencia de su amada. Se lee en C: «Y a cualquiera parte que me volvía, hallaba su imagen en mis entrañas transformada tan al natural cuanto a ella natura debujó» (p.20); escribe: «donde quiera que volvía la cabeza, hallaba su imagen, y en mis entrañas, la más verdadera» (pp.45-46). profundiza todavía más en la faceta platónica y resuelve: «a doquiera que volvía la cabeza, hallaba su imagen y trasunto, y la más verdadera, trasladaba en mis entrañas» (p.68).
2- Las lecciones comunes a la Crónica y la Diana, y las lecciones solo comunes al Inventario y la Diana demostrarían que la Diana se compuso no únicamente con la Crónica delante, sino que manifiesta tener conocimiento de cambios introducidos por el Inventario. Se ve muy bien en el pasaje de la escaramuza, donde asoma la intervención del narrador «algunos dicen…» (p.63), porque conoce el cuento con soluciones distintas y zanja bajo su criterio. En resumen, el Inventario solo se habría apoyado en la Crónica (en un texto anterior), la Diana respeta todas las grandes podas del texto de Villegas, y, en ocasiones, la Crónica contamina la Diana a través de lecciones puntuales aportadas por el Inventario. Por lo que se concluye que habría circulado un manuscrito intermedio entre C e I, un primer texto de I, sutilmente pulido, que se movería por los círculos vallisoletanos, y que Villegas pudo acabar de retocar con la inserción del cuento del anciano (inspirado en la primera novela de Il Pecorone de G. Fiorentino) mientras preparaba su miscelánea, y del que se nutrió el autor del Abencerraje pastoril.
3-En el caso de la versión de la Diana, Fosalba constata depuraciones en los motivos bélicos, amplificaciones descriptivas en la interpolación de células (la sextina), y una audacia en la reorganización sintáctica que aporta elasticidad y musicalidad al texto. Habilidades que perfilarían el temperamento de un redactor que, lejos del plagio, prefirió aumentar este tesoro literario del Renacimiento «con la gracia añadida de cautivar a quien la leía merced a un dulce balanceo emocional y rítmico» (p.251).
Concluye el estudio literario-cultural con Esta edición. Para la transcripción de los tres textos de El Abencerraje, la editora ha adaptado la grafía según las exigencias de las ediciones contemporáneas de los textos áureos. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en las versiones del Inventario y de la Diana, con un sabor estilístico más actual, en la Crónica se ha respetado algunos rasgos lingüísticos peculiares para ofrecer el texto más fiel al original, evitando una modernización radical como se ha llevado a cabo con otros textos de la Biblioteca Clásica. Se mantienen los aragonesismos y formas verbales arcaicas, con el objeto de «crear el efecto de una suave patina arcaica» (agora por ahorarecaudo por recadozurujano por cirujano, etc.), todo un acierto. Las normas de anotación siguen los criterios de la Biblioteca Clásica en dos niveles: a pie de página y en sección aparte, dirigido a un público amplio que va desde los que carecen de especial formación, y al estudioso, historiador o filólogo. Las notas son muy útiles porque permiten seguir la lectura y señalan puntualmente los cambios más relevantes entre las tres versiones; las complementarias son especialmente ricas en información: (toma de Antequera p.308), (incesto p.319), (las marlotas p.311), y permiten aquilatar datos cuando al lector le plazca.
Culmina el volumen con dos anexos: una selección de fragmentos de la primera parte de las Guerras civiles de Granada (1595) y la Historia del moro Narváez, alcaide de Ronda, considerado, este último, como posible bosquejo del que partió la novelita.
En el «Aparato crítico», Fosalba ha cotejado las dos ediciones de la Crónica: Toledo, 1561 (Miguel Ferrer, testimonio Ch) y  Cuenca, 1561 (testimonio C); tres del Inventario: Francisco del Canto, 1565 (testimonio A),  Hieronimo de Milis, 1577 (testimonio B), y la edición de López Estrada, 1980 (testimonio L). En cuanto a la versión de la Diana se han contrastado hasta once ejemplares. Cierra la edición las «Notas complementarias» y una crítica y adecuada «Bibliografía».
Con gran entusiasmo recibimos esta espléndida edición del Abencerraje. Eugenia Fosalba ha elaborado un estudio con tanta sensibilidad e inteligencia que lo hace atractivo y estimulante para cualquier lector. Si El Abencerraje es una lectura emocionante (así la debió considerar Cervantes al aludirla en el Quijote), no menos fascinante ha sido descubrir sus secretos con la destreza de su editora.



Estamos de enhorabuena porque se ha publicado La luz de Saint Eltiel, de Muriel V. Baldrich, un apasionante relato de intriga y misterio que viene a hacerse un hueco, y -a riesgo de parecer videntes-, asegurarse en el espacio literario actual, muy rendido a diluirse en el enmarañado océano de títulos que asoman cada día.
La luz de Saint Etiel proyecta luz. ¡Qué analogía tan cómoda!, dirán algunos, pero que exacta. Créanme. No exagero. Desde las primeras líneas, el lector registra algo distinto, algo mágico que lo envuelve en una atmósfera reconocible, aunque ajena, posible; si bien ficticia, razonable. El relato, pues, en sus inicios, no engaña, muestra la baraja con la que el lector jugará hasta el final de la historia: estilo sencillo, dinámico, de rápida lectura, que pellizca al lector desde el primer capítulo, y que evidencia una potestad férrea sobre la palabra y la narración de su autora, aspectos, por otra parte, excepcionales en la pluma de una escritora novel como es el caso.
Muriel V. Baldrich, psicóloga de profesión, aterriza en el panorama literario sin más alas que las de su imaginación y habilidades narrativas, maridadas magistralmente, convirtiendo el relato en un texto apacible, sugestivo y entretenido, pero también fructuoso, que nos evoca ineludiblemente a la máxima clásica atribuía a Horacio: Aut delectare, aut prodesse est” (enseñar deleitando). Porque si la narración cautiva por su dosis de intriga, sus diálogos frescos y personajes cabalmente proyectados, convence por sus chispazos de conocimiento (menciones a escritores, filósofos, pintores, músicos, etc.) que nutren sabiamente la novela.
La historia, contada en primera persona, nos remite a un presente muy actual, el de su protagonista, Danae, estudiante de Filosofía, que tras la visita de un antiguo amigo de su padre fallecido, se ve obligada a trasladarse al tranquilo pueblo la Saint Etiel para continuar sus estudios en su prestigiosa Universidad La Luz. En este lugar, tan acreditado como enigmático, la protagonista vivirá una serie de sucesos que la enfrentarán con su pasado familiar, no parco en episodios oscuros y desconocidos para ella, que pondrán en jaque su integridad física y la de sus leales amigos. En este accidentado periplo de la heroína se producirá una curiosa simbiosis entre protagonista y construcción histórica, porque si esta última se erige como el haz iluminador del intelecto, solo la luz interior de Danae permite que los secretos se conozcan.
La trama bien hilvanada adolece de los extravíos e irrupciones que provocan los trillados flaixback, que ralentizan la marcha de la acción y -poniéndonos en lo peor- la desconexión del lector. Pero hay más, los diálogos y las descripciones brillan por su expresividad y naturalidad, sacados de la vida misma, yo añadiría: vividos de la vida misma. Mientras que los personajes secundarios, si no tan importantes como su protagonista, están finamente diseñados, resultan muy creíbles en sus matices psicológicos, que traicionan a todas luces la profesión de su autora (psicóloga), y ponen el broche de oro al lienzo de la realidad ficticia.
En resumidas cuentas, estamos ante una novela original por su frescura y espontaneidad y engañosa sencillez, capaz de hacer las delicias de cualquier lector, muy especialmente el juvenil que, tan abandonado a las redes sociales, puede encontrar en sus páginas un placer similar al virtual. Démosles la oportunidad de que la Luz les ilumine, y ya me dirán.




Comentaba Octavio Paz que los grandes libros eran aquelloss libros necesarios que lograban responder a las preguntas que, oscuramente y sin formularlas del todo, se hace el resto de los hombres. Esos libros, río de caudal nutrido, reflejo y guías de toda sociedad y que por alguna razón inexplicable – en ocasiones-, le salvan a uno la vida parecen evaporarse día tras día ante su escaso consumo y diluirse en el  enmarañado tsunami literario. Darse a las letras, a las buenas letras -se entiende- , es a día de hoy para una gran mayoría un lance quijotesco, una contienda latosa y baldía. Los tiempos marcan nuevos horizontes y las inquietudes sociales son otras constatando que ni los libros más accesibles y cómodos alcanzan un número de lectores atractivo. Esta cruda realidad confirma algunos vaticinios sobre el futuro de la literatura nada optimistas; se espera prolífica, sí, pero también light, fugaz y carente de savia intelectual siguiendo el dictamen de la inapetencia literaria de las nuevas generaciones. En esta encrucijada de mar de abundancia y océano insustancial, incurre en el panorama editorial un tipo de literatura que no siendo lo uno (necesaria) ni tampoco lo otro (light), ejerce una fuerza destinada a alcanzar a todo tipo de receptores. En esa zona intermedia, en ese punto fronterizo se confina Victus de Sánchez Piñol (Barcelona 1969). Victus es un regalo. Una singular aportación al panorama literario actual; una novela espléndida, sugerente y bien escrita. Un huracán épico que arranca con nervio y vigor desde la primera página hasta la última; un vendaval de aire fresco, un gaudeamus literario e histórico aderezado con dosis de humor y carga emotiva, que configuran un texto altamente efectivo. La maestría de Piñol consiste en que el material narrativo, la poliorcética, el arte de asediar y fortificar ciudades que a priori puede resultar denso para el lector poco versado, resulta novelable y atractivo, dejándolo gratamente complacido. La ingeniera militar pues, tema dilecto de Piñol que ya desarrolló en sus novelas anteriores, le da ahora el marco para pintar un lienzo ambientado en la Guerra de Sucesión española que enfrentó a las dos coronas de Francia y España contra los aliados austracistas. El autor antropólogo de profesión, y autor de  guiones, ensayos, artículos y novelas como La piel fría (2002) y Pandora en el Congo (2005), con las que obtuvo el reconocimiento de la crítica y el público, nos sorprende esta vez con un registro totalmente diferente, el de la novela histórica. Victus narra la vida de su héroe Martí Zuviría desde su formación como ingeniero en los dominios del marqués de Vauban en la Borgoña francesa, hasta sus peripecias en territorio español trabajando para los dos bandos enfrentados durante conflicto bélico. El autor construye un relato que nos hace vivir la contienda en la primera línea y desde abajo. La mirada es la del pueblo catalán que resistió durante trece meses el asedio brutal y desproporcionado de las tropas de Felipe V, que bombardearon despiadadamente Barcelona con más de treinta mil proyectiles hasta su caída el 11 de septiembre de 1714. El relato sin embargo, lejos de caer en las vindicaciones políticas del pasado y en el morbo gratuito, resuelve el conflicto moral responsabilizando a los dirigentes y las clases políticas de ambos bandos, y destacando como verdaderos héroes a la guarnición no profesional, la de los civiles, que como escudos humanos comandados por el auténtico héroe de la resistencia catalana, el general castellano don Antonio Villarroel, lograron resistir el apocalíptico asalto durante un año.
El relato narrado en primera persona por su protagonista Martí Zurivia (Piernaslargas) a modo de memorias dictadas, nos sorprende por el habla coloquial, desenfadada e irónica más propia de actualidad que de finales del XVIII. Encontramos vocablos anacrónicos: “tronco”, “mariposón”; expresiones y comentarios sarcásticos: “viejo chocho”; “El único debate es saber si para sus súbditos es mejor que los gobierne un tonto del culo o un hijo de puta”; “La dignidad de un pueblo no se compra, pero llegaron a repartir dinero. Viva Carlos III mientras haya dinero”; “Los felpudos rojos eran demasiado civilizados. ¡El mundo nos iba a cortar el cuello y ellos preocupados por empolvarse la peluca!”. Recursos lingüísticos que le sirven al autor para acercar al lector a un escenario colmado de datos históricos rigurosamente documentados, donde todas las operaciones militares, los hechos y las escaramuzas sucedieron, y en las que Piñol consigue adentrarnos cómodamente.
Cabe señalar también la maestría con la que Piñol mezcla de personajes históricos con los de ficción. Personajes reales como el brillante ingeniero, el marqués de Vauban, el propio Martí Zuviría que sirvió al gran general Villarroel, o el cuestionado Rafael de Casanova, conviven en armonía con otros personajes apicarados como el pequeño Anfant, el enano Nan, o la meretriz Amelis conformando un perfecto maridaje donde los verdaderos  parecen salidos del  imaginario del autor y los ficticios, tan sólidos y emocionantes, de la vida misma.
Pero si algo destaca en Victus es su estilo. Sánchez Piñol se las ingenia para seducir al lector con una escritura natural, honesta, directa y desatada que hace avanzar la lectura de forma ágil y sencilla creando un relato adictivo trufado de elementos sugestivos:

“Si el hombre es el único ser que posee una mente geométrica y racional, ¿por qué los indefensos combaten al poderoso y bien armado? ¿Por qué los pocos se oponen a los muchos y los pequeños resisten a los grandes? Yo lo sé. Por una palabra”. (13).

Más adelante:

“Lo que digo: la guerra es el fuego que hace hervir la olla, impulsa el vapor atávico y levanta esa ligera, insegura tapa llamada civilización. Rosseau tenía razón: lo salvaje no está fuera, sino debajo; el salvaje no se halla en las latitudes exóticas, sino en nuestro interior más recóndito. Den una excusa a ese salvaje, a ese mal salvaje, y saldrá a la luz, derrumbando lo civilizado como una bala de cañón un tabique” (410).

El estilo trepidante y salpicado de humor despierta y excita el interés del lector desde la primera página hasta el final. El lenguaje limpio sin excesos innecesarios ni pirotecnia gongorina se ajusta a su prosa pragmática y despreocupada:

Me iban a matar, No, peor; codos y rodillas me transportaban hacia una negrura más infeliz que la muerte. Y todo por un viejo encorvado, un enano deforme, un niño cafre y una puta morena. Ya que los poetas no se atreven lo diré yo. El amor es una mierda (492).


En definitiva, Victus es una excelente novela, enérgicamente escrita, exquisitamente ambientada, con un ritmo narrativo ágil y fuerza estilística, que no deja indiferente. Si deciden leer Victus háganlo sin prejuicios políticos ni partidistas y saboreen sus valores literarios que los tiene. Les garantizo momentos divertidos, con carcajada incluida pero también episodios conmovedores, emotivos y ásperos, todos ellos ataviados con un vasto conocimiento sobre ingeniería militar que fascina. Victus es una perspicaz fusión de componentes que avivan el relato página tras página hacia el final, dando la satisfacción a lector de haber dedicado su tiempo –que siempre es valioso- a un libro que merece la pena. Lean bajo esta luz la novela ¡Entréguense a Victus! No les defraudará. 


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